BLOGLENGUALIA

viernes, 26 de septiembre de 2014

BENITO PÉREZ GALDÓS

Discurso de ingreso en la RAE sobre la novela, (fragmento), 1897


Si por una parte mi incapacidad crítica y mi instintivo despego de toda erudición me imposibilitan para explanar ante vosotros un asunto de puras letras, por otra una ineludible ley de tradición y de costumbre ordena que estas páginas versen sobre la forma literaria que ha sido mi ocupación preferente, o más bien exclusiva, desde que caí en la tentación de escribir para el público. ¿Qué he de deciros de la Novela, sin apuntar alguna observación crítica sobre los ejemplos de este soberano arte en los tiempos pasados y presentes, de los grandes ingenios que lo cultivaron en España y fuera de ella, de su desarrollo en nuestros días, del inmenso favor alcanzado por este encantador género en Francia e Inglaterra, nacionalidades maestras en ésta como en otras cosas del humano saber? Imagen de la vida es la Novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje, que es la marca de raza, y las viviendas, que son el signo de familia, y la vestidura, que diseña los últimos trazos externos de la personalidad: todo esto sin olvidar que debe existir perfecto fiel de balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción. Se puede tratar de la Novela de dos maneras: o estudiando la imagen representada por el artista, que es lo mismo que examinar cuantas novelas enriquecen la literatura de uno y otro país, o estudiar la vida misma, de donde el artista saca las ficciones que nos instruyen y embelesan. La sociedad presente como materia novelable, es el punto sobre el cual me propongo aventurar ante vosotros algunas opiniones. En vez de mirar a los libros y a sus autores inmediatos, miro al autor supremo que los inspira, por no decir que los engendra, y que después de la transmutación que la materia creada sufre en nuestras manos, vuelve a recogerla en las suyas para juzgarla; al autor inicial de la obra artística, el público, la grey humana, a quien no vacilo en llamar vulgo, dando a esta palabra la acepción de muchedumbre alineada en un nivel medio de ideas y sentimientos; al vulgo, sí, materia primera y última de toda labor artística, porque él, como humanidad, nos da las pasiones, los caracteres, el lenguaje, y después, como público, nos pide cuentas de aquellos elementos que nos ofreció para componer con materiales artísticos su propia imagen: de modo que empezando por ser nuestro modelo, acaba por ser nuestro juez.

jueves, 25 de septiembre de 2014

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

Cartas desde mi celda, carta II (fragmento)


Queridos amigos:

Si me vieran ustedes en algunas ocasiones con la pluma en la mano y el

papel delante, buscando un asunto cualquiera para emborronar catorce o

quince cuartillas, tendrían lástima de mí. Gracias a Dios que no tengo la

perniciosa, cuanto fea costumbre, de morderme las uñas es caso de

esterilidad, pues hasta tal punto me encuentro apurado e irresoluto en estos

trances, que ya sería cosa de haberme comido la primera falange de los dedos.

Y no es precisamente porque se hayan agotado de tal modo mis ideas, que

registrando en el fondo de la imaginación, en donde andan enmarañadas e

indecisas, no pudiese topar con alguna y traerla, a ser preciso, por la oreja,

como dómine de lugar a muchacho travieso. Pero no basta tener una idea; es

necesario despojarla de su extraña manera de ser, vestirla un poco al uso para

que esté presentable, aderezarla y condimentarla, en fin, a propósito, para el

paladar de los lectores de un periódico, político por añadidura. Y aquí está lo

espinoso del caso, aquí la gran dificultad.

Entre los pensamientos que antes ocupaban mi imaginación y los que

aquí han engendrado la soledad y el retiro, se ha trabado una lucha titánica,

hasta que, por último, vencidos los primeros por el número y la intensidad de

sus contrarios, han ido a refugiarse no sé dónde, porque yo los llamo y no me

contestan, los busco y no parecen. Ahora bien: lo que se siente y se piensa

aquí en armonía con la profunda calma y el melancólico recogimiento de estos

lugares, ¿podrá encontrar un eco en los que viven en ese torbellino de

intereses opuestos, de pasiones sobreexcitadas, de luchas continuas que se

llama la Corte?

AMADOR LÓPEZ

"Las palabras"



Sabemos las fechas aproximadas de la aparición de la escritura, pero los historiadores no han sido capaces de establecer en qué época empezaron a hablar los humanos. Y nadie, desde entonces, ha podido percibir las palabras que pronunciaron.

            Las palabras que no se escuchan o las palabras que no se escriben, ni existieron ni existen. Sin embargo siempre hay alguien que presta oídos a nuestra lengua. Este es el viento. Aquellas frases que pronunciaron nuestros antepasados las percibió el viento. Porque eternamente se ha repetido que las palabras se las lleva el viento.

            Pero ¿adónde se las lleva el viento? ¿Qué hace con ellas? El viento las mastica, las desordena en su enorme barriga, y las oculta, como si fuesen los granos de una bolsita de azúcar que desaparece en la taza de café con leche. Y después las transporta más allá de la estratosfera, al lugar donde habita el olvido. En la ciudad de los olvidados buscan a sus dueños, y se funden en un abrazo infinito. Pero cuando no encuentran a quien buscan, emprenden el camino de vuelta.

            La palabra tiene algo de salmón. Los salmones, después de su nacimiento en aguas dulces, se transforman para adaptarse al agua salada del mar. Y en la época de reproducción y cercana su muerte, mudan de nuevo para regresar al lugar de su nacimiento. La palabra siempre vuelve al lugar de donde emana.

            En las noches otoñales y en las noches de marzo, cuando el viento sopla con intensidad, podemos escuchar cómo descienden del más allá, cómo revolotean, chocan entre sí, se reúnen en inmensos remolinos hasta encontrar a sus viejas compañeras. Silban, susurran, lamentan, se huelen, se localizan, se abrazan, se dan la mano y recomponen la vieja sílaba, el antiguo vocablo, la desmemoriada frase. Entonces, como un enjambre silencioso de abejas transparentes que escoltan a la reina, las palabras se cuelan entre las rendijas de las puertas y las ventanas de nuestras casas y nos van a buscar al lugar donde dormimos. Entran en el cuerpo junto al aire que respiramos y se quedan en nuestro tálamo, que es la cuna donde nacieron.

            De vez en cuando se despiertan y resuenan como un leve eco en nuestro interior. Oímos repetidas la palabras bonitas que decimos cuando hablamos del amor, del cariño, de la amistad, de la solidaridad... Pero también retumban aquellas que nunca debimos decir, las que hicieron daño, las groseras, las desatentas, y las otras que negamos haber dicho. Es el castigo, la penitencia que debemos pagar por nuestras incorrecciones.

            Solo las palabras que logramos atar, aquellas que aprisionamos con la tinta del bolígrafo a los pálidos folios, se mantienen, condenadas para siempre, en el mismo sitio. No se mueven. Con ellas perviven nuestros sentimientos, nuestras ideas, un poquito de nuestro yo.

            Pretendemos que la historia alcance a todos. Porque si algo hay de mágico en las letras cautivas de nuestros escritos es que, cada vez que alguien las ojea, se despiertan, se desatan, se levantan, y penetran por sus pupilas. Caminando por el nervio óptico llegan, para quedarse, a lo recóndito del cerebro de los que nunca las pronunciaron. Pero siguen sujetas en el papel, hasta que otros vuelven a mirarlas.

                                                                                                             Colaboraciones, Amador López
CAMILO JOSÉ CELA

Discurso de recepción del Premio Cervantes, 23 de abril de 1995, (fragmento)



Merece la pena esperar los años que Dios disponga para recibir este premio de la mano de Vuestra Majestad. Nunca se llega tarde a ningún sitio, jamás se nace ni se muere cinco minutos antes, y todos los puertos son seguros tan pronto como se rinde en ellos la más azarosa y difícil singladura. El tiempo lima las asperezas de la conciencia y amansa la voz del hombre si se acierta a ponerla a remojo en el benevolente rocío de la paciencia; aliado con el tiempo, al decir de Shakespeare, al miserable no le queda más medicina que la esperanza: ni siquiera la caridad ni el azar aunque quizá sí el amor y la fe, esas dos palancas que sólo los más clementes dioses enseñan a manejar a los elegidos. Hay que dar tiempo al tiempo para que pueda granar con opimo provecho y no se debe ensayar a acelerarlo puesto que jamás abdica de su ritmo previsto y cadencioso o vertiginoso, según se mire. El mundo es tal cual se nos presenta y para San Agustín, el mundo de nuestros afanes y nuestras impaciencias, el mundo en que vivimos, se hizo no en el tiempo sino al mismo tiempo que el tiempo, ya que el tiempo no existía antes del mundo.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA

"Urgencia del Quijote"



Nunca hay que dar por leído el Quijote, nunca hay que darlo por supuesto. A muchas obras maestras reconocidas y santificadas les ocurre eso, que nos son tan familiares que nos creemos exculpados de la obligación de leerlas, y así resulta que algunos de nuestros libros que más podrían hacer por nuestra felicidad y nuestra inteligencia apenas los frecuentamos, porque absurdamente los damos por sabidos. Pero no es algo que suceda sólo con la literatura. Creemos, por ejemplo, que Las Meninas es un cuadro tan obvio que ya no puede reservarnos ninguna sorpresa, así que el día en que entramos en El Prado y nos quedamos mirando esa pintura su visión nos sobrecoge como si nunca antes la hubiéramos tenido delante de los ojos, y lo que nos parecía más sabido se nos revela enigmático, y toda la niebla de las reproducciones y de los recuerdos inexactos se borra en un instante gracias a la maravilla urgente y material de ese cuadro. ¿Cuánto hace que no leemos Crimen y Castigo, (…) Hamlet, Campos de Castilla, La Iliada? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que yo leí completo el Quijote, de la primera página a la última, desde la ironía ligera y triste del prólogo al desocupado lector hasta esos últimos episodios en los que la agonía y la muerte de Alonso Quijano alcanzan una categoría suprema de arte funeral, una tonalidad severa y serena de Requiem?

Hay que volver al Quijote no sólo para encontrar lo que ya conocemos, sino para descubrir lo que hasta ahora nos pasó inadvertido en todas las lecturas anteriores, para ponernos al día en un libro que parece estar cambiando siempre, que va más rápido que nosotros en nuestro propio aprendizaje de la vida y la literatura. El propio Cervantes intuye en el prólogo de la primera parte la resonancia plural que ha de tener el libro: "Procurad también que leyendo vuestra historia el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no se desprecie, ni el prudente deje de alabarla".

Pedro Salinas, que leyó y amó tanto el Quijote, habla en alguna parte de la "novedad incesante de la tradición". Ahora que la llamada vida cultural es una feria permanente de vanidades y de novedades, un supermercado en el que se nos acucia para estar al día, a la última, para no quedarnos anticuados sin remedio en quince minutos, el mejor antídoto contra la confusión de tanto fraude, de tantas cosas nuevas que al cabo de una temporada se han vuelto viejas o han dejado simplemente de existir, es procurar sustentarse en las novedades que vienen durando siglos y no porque sean más rocosas o solemnes, más abrumadoramente catedralicias,  sino porque a cada lector de cada generación de cada época le cuentan la misma historia y a la vez una historia distinta, se le presenta en la imaginación con una luz nueva que ya alumbró antes a muchos lectores, pero que siempre parece una luz recién originada, porque los grandes libros tienen la extraña virtud de parecer que fueron escritos por cada uno de nosotros, a la medida de cada una de nuestras edades, de cada estado de espíritu. Yo he estado triste y el Quijote me ha ahondado la tristeza y al mismo tiempo me ha permitido reírme de ella, y he sido feliz disfrutando de unas horas de pereza y sus páginas me han hecho sentirme más feliz y perezoso todavía, "poltrán y perezoso", para explicarlo con las palabras de Cervantes.
 
A los doce años fue para mí un libro de aventuras y de risa; a los quince me fortaleció y me acompañó en las soledades y las rarezas de la adolescencia, porque a esa edad nada le hace sufrir más a uno que el sentimiento de no ser igual a nadie, y don Quijote era el más raro, el menos semejante, el más ridículo y conmovedor de todos los héroes; con veinte años, cuando empezaba a interesarme seriamente por las sutilezas de los mecanismos narrativos, en el Quijote encontré un tratado inagotable de juegos y de trampas literarias, de audacias, de reflexiones sobre la propia literatura, de libros y de seres de ficción que se mezclan con las criaturas de la realidad. Me ha acompañado en los viajes cuando he ido solo, y muchas veces también ha sido un tesoro que he disfrutado compartiendo con quien yo quería, leyéndoselo en voz alta. Me ha enseñado a leer y me ha enseñado a escribir, a amar la literatura y a burlarme de ella, a no perderme entre la doble solicitud de los libros y de la vida, de la cordura y de la demencia, de la carcajada jovial y la sonrisa de lector solitario que ni siquiera roza los labios.

(…)Así que es urgente, hay que ponerse al día, hay que estar a la que salta, a la última, hay que empezar ahora mismo a leer o a releer el Quijote.

                                                                                             Blanco y Negro, 18/06/99
 
DISCURSO DE RECEPCIÓN DEL PREMIO NOBEL DE LITERATURA 2010, MARIO VARGAS LLOSA

7 DE DICIEMBRE 2010 (FRAGMENTO)




Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.

viernes, 19 de septiembre de 2014



La Gran Helada fue, los historiadores lo dicen, la más severa que ha afligido estas islas. Los pájaros se helaban en el aire y se venían al suelo como una piedra. En Norwich una aldeana rozagante quiso cruzar la calle y, al azotarla el viento helado en la esquina, varios testigos presenciales vieron que se hizo polvo y fue aventada sobre los techos. La mortandad de rebaños y de ganados fue enorme. Se congelaban los cadáveres y no los podían arrancar de las sábanas. No era raro encontrar una piara entera de cerdos helada en el camino. Los campos estaban llenos de pastores, labradores, yuntas de caballos y muchachos reducidos a espantapájaros paralizados en un acto preciso, uno con los dedos en la nariz, otro con la botella en los labios, un tercero con una piedra levantada para arrojarla a un cuervo que estaba como disecado en un cerco. Era tan extraordinario el rigor de la helada que a veces ocurría una especie de petrificación; y era general suponer que el notable aumento de rocas en determinados puntos de Derbyshire se debía, no a una erupción (porque no la hubo), sino a la solidificación de viandantes infortunados que habían sido convertidos literalmente en piedra. La Iglesia pudo prestar poca ayuda y, aunque algunos propietarios hicieron bendecir esas reliquias, la mayoría las habilitó para mojones, postes para rascarse las ovejas, o, cuando la forma de la piedra lo permitía, bebederos para las vacas, empleo que desempeñan, en general admirablemente, hasta el día de hoy.                               
                                                                                    Orlando, Virginia Woolf

jueves, 18 de septiembre de 2014


Edgar Allan Poe

 

"El cuervo"

Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es —dije musitando— un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”

¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.

Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la seda de las cortinas rojas
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos.  Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
“Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más.”

Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
“Señor —dije— o señora, en verdad vuestro perdón
imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía.”
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Oscuridad, y nada más.

Escrutando hondo en aquella negrura
permanecí largo rato, atónito, temeroso,
dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar.
Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
y la única palabra ahí proferida
era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?”
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!”
Apenas esto fue, y nada más.

Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,
toda mi alma abrasándose dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
“Ciertamente —me dije—, ciertamente
algo sucede en la reja de mi ventana.
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
y así penetrar pueda en el misterio.
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el misterio.”
¡Es el viento, y nada más!

De un golpe abrí la puerta,
y con suave batir de alas, entró
un majestuoso cuervo
de los santos días idos.
Sin asomos de reverencia,
ni un instante quedo;
y con aires de gran señor o de gran dama
fue a posarse en el busto de Palas,
sobre el dintel de mi puerta.
Posado, inmóvil, y nada más.

Entonces, este pájaro de ébano
cambió mis tristes fantasías en una sonrisa
con el grave y severo decoro
del aspecto de que se revestía.
“Aun con tu cresta cercenada y mocha —le dije—,
no serás un cobarde,
hórrido cuervo vetusto y amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”



Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado
pudiera hablar tan claramente;
aunque poco significaba su respuesta.
Poco pertinente era. Pues no podemos
sino concordar en que ningún ser humano
ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro
posado sobre el dintel de su puerta,
pájaro o bestia, posado en el busto esculpido
de Palas en el dintel de su puerta
con semejante nombre: “Nunca más.”

Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.
las palabras pronunció, como virtiendo
su alma sólo en esas palabras.
Nada más dijo entonces;
no movió ni una pluma.
Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
“Otros amigos se han ido antes;
mañana él también me dejará,
como me abandonaron mis esperanzas.”
Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.”

Sobrecogido al romper el silencio
tan idóneas palabras,
“sin duda —pensé—, sin duda lo que dice
es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido
de un amo infortunado a quien desastre impío
persiguió, acosó sin dar tregua
hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido,
hasta que las endechas de su esperanza
llevaron sólo esa carga melancólica
de ‘Nunca, nunca más’.”

Mas el Cuervo arrancó todavía
de mis tristes fantasías una sonrisa;
acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el busto y la puerta;
y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
empecé a enlazar una fantasía con otra,
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
flaco y ominoso pájaro de antaño
quería decir granzando: “Nunca más.”

En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra,
frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos,
quemaban hasta el fondo de mi pecho.
Esto y más, sentado, adivinaba,
con la cabeza reclinada
en el aterciopelado forro del cojín
acariciado por la luz de la lámpara;
en el forro de terciopelo violeta
acariciado por la luz de la lámpara
¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más!

Entonces me pareció que el aire
se tornaba más denso, perfumado
por invisible incensario mecido por serafines
cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
“¡Miserable —dije—, tu Dios te ha concedido,
por estos ángeles te ha otorgado una tregua,
tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora!
¡Apura, oh, apura este dulce nepente
y olvida a tu ausente Leonora!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta!” —exclamé—, ¡cosa diabolica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio
enviado por el Tentador, o arrojado
por la tempestad a este refugio desolado e impávido,
a esta desértica tierra encantada,
a este hogar hechizado por el horror!
Profeta, dime, en verdad te lo imploro,
¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?
¡Dime, dime, te imploro!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta! —exclamé—, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!
¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,
ese Dios que adoramos tú y yo,
dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén
tendrá en sus brazos a una santa doncella
llamada por los ángeles Leonora,
tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen
llamada por los ángeles Leonora!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Sea esa palabra nuestra señal de partida
pájaro o espíritu maligno! —le grité presuntuoso.
¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.
No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira
que profirió tu espíritu!
Deja mi soledad intacta.
Abandona el busto del dintel de mi puerta.
Aparta tu pico de mi corazón
y tu figura del dintel de mi puerta.
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!

RUBÉN DARIO



DE AZUL

"La canción de oro"

Aquel día un harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quizás un poeta, llegó, bajo la sombra de los altos álamos, a la gran calle de los palacios, donde hay desafíos de soberbia entre el ónix y el pórfido, el ágata y el mármol; en donde las altas columnas, los hermosos frisos, las cúpulas doradas, reciben la caricia pálida del sol moribundo.

Había tras los vidrios de las ventanas, en los vastos edificios de la riqueza, rostros de mujeres gallardas y de niños encantadores. Tras las rejas se adivinaban extensos jardines, grandes verdores salpicados de rosas y ramas que se balanceaban acompasada y blandamente como bajo la ley de un ritmo. Y allá en los grandes salones, debía de estar el tapiz purpurado y lleno de oro, la blanca estatua, el bronce chino, el tibor cubierto de campos azules y de arrozales tupidos, la gran cortina recogida como una falda, ornada de flores opulentas, donde el ocre orintal hace vibrar la luz en la seda que resplandece. Luego las lunas venecianas, los palisandros y los cedros, los nácares y los ébanos, y el piano negro y abierto, que ríe mostrando sus teclas como una linda dentadura; y las arañas cristalinas, donde alzan las velas profusas la aristocracia de su blanca cera. ¡Oh, y más allá! Más allá el cuadro valioso dorado por el tiempo, el retrato que firma Durand o Bonnat, y las preciosas acuarelas en que el tono rosado parece que emerge de un cielo puro y envuelve en una onda dulce desde el lejano horizonte hasta la yerba trémula y humilde. Y más allá...