"Las palabras"
Sabemos las fechas aproximadas de la aparición de
la escritura, pero los historiadores no han sido capaces de establecer en qué
época empezaron a hablar los humanos. Y nadie, desde entonces, ha podido
percibir las palabras que pronunciaron.
Las palabras que no se escuchan o las palabras que no se escriben, ni
existieron ni existen. Sin embargo siempre hay alguien que presta oídos a
nuestra lengua. Este es el viento. Aquellas frases que pronunciaron nuestros
antepasados las percibió el viento.
Porque eternamente se ha repetido que las palabras se las lleva el viento.
Pero ¿adónde se las lleva el viento? ¿Qué hace con ellas? El viento las
mastica, las desordena en su enorme barriga, y las oculta, como si fuesen los
granos de una bolsita de azúcar que desaparece en la taza de café con leche. Y
después las transporta más allá de la estratosfera, al lugar donde habita el
olvido. En la ciudad de los olvidados buscan a sus dueños, y se funden en un
abrazo infinito. Pero cuando no encuentran a quien buscan, emprenden el camino de vuelta.
La palabra tiene algo de salmón. Los salmones, después de su nacimiento en
aguas dulces, se transforman para adaptarse al agua salada del mar. Y en la
época de reproducción y cercana su muerte, mudan de nuevo para regresar al
lugar de su nacimiento. La palabra siempre vuelve al lugar de donde emana.
En las noches otoñales y en las noches de marzo, cuando el viento sopla con
intensidad, podemos escuchar cómo descienden del más allá, cómo revolotean,
chocan entre sí, se reúnen en inmensos remolinos hasta encontrar a sus viejas
compañeras. Silban, susurran, lamentan, se huelen, se localizan, se abrazan, se
dan la mano y recomponen la vieja sílaba, el antiguo vocablo, la desmemoriada
frase. Entonces, como un enjambre silencioso de abejas transparentes que
escoltan a la reina, las palabras se cuelan entre las rendijas de las puertas y
las ventanas de nuestras casas y nos van a buscar al lugar donde dormimos.
Entran en el cuerpo junto al aire que respiramos y se quedan en nuestro tálamo, que es la cuna donde nacieron.
De vez en cuando se despiertan y resuenan como un leve eco en nuestro
interior. Oímos repetidas la palabras bonitas que decimos cuando hablamos del
amor, del cariño, de la amistad, de la solidaridad... Pero también retumban aquellas
que nunca debimos decir, las que hicieron daño, las groseras, las desatentas, y
las otras que negamos haber dicho. Es el castigo, la penitencia que debemos
pagar por nuestras incorrecciones.
Solo las palabras que logramos atar, aquellas que aprisionamos con la tinta
del bolígrafo a los pálidos folios,
se mantienen, condenadas para siempre, en el mismo sitio. No se mueven. Con
ellas perviven nuestros sentimientos, nuestras ideas, un poquito de nuestro yo.
Pretendemos que la historia alcance a todos. Porque si algo hay de mágico
en las letras cautivas de nuestros escritos es que, cada vez que alguien las
ojea, se despiertan, se desatan, se levantan, y penetran por sus pupilas.
Caminando por el nervio óptico llegan, para quedarse, a lo recóndito del cerebro de los que nunca las pronunciaron. Pero
siguen sujetas en el papel, hasta que otros vuelven a mirarlas.
Colaboraciones, Amador López
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