BLOGLENGUALIA

jueves, 25 de septiembre de 2014

AMADOR LÓPEZ

"Las palabras"



Sabemos las fechas aproximadas de la aparición de la escritura, pero los historiadores no han sido capaces de establecer en qué época empezaron a hablar los humanos. Y nadie, desde entonces, ha podido percibir las palabras que pronunciaron.

            Las palabras que no se escuchan o las palabras que no se escriben, ni existieron ni existen. Sin embargo siempre hay alguien que presta oídos a nuestra lengua. Este es el viento. Aquellas frases que pronunciaron nuestros antepasados las percibió el viento. Porque eternamente se ha repetido que las palabras se las lleva el viento.

            Pero ¿adónde se las lleva el viento? ¿Qué hace con ellas? El viento las mastica, las desordena en su enorme barriga, y las oculta, como si fuesen los granos de una bolsita de azúcar que desaparece en la taza de café con leche. Y después las transporta más allá de la estratosfera, al lugar donde habita el olvido. En la ciudad de los olvidados buscan a sus dueños, y se funden en un abrazo infinito. Pero cuando no encuentran a quien buscan, emprenden el camino de vuelta.

            La palabra tiene algo de salmón. Los salmones, después de su nacimiento en aguas dulces, se transforman para adaptarse al agua salada del mar. Y en la época de reproducción y cercana su muerte, mudan de nuevo para regresar al lugar de su nacimiento. La palabra siempre vuelve al lugar de donde emana.

            En las noches otoñales y en las noches de marzo, cuando el viento sopla con intensidad, podemos escuchar cómo descienden del más allá, cómo revolotean, chocan entre sí, se reúnen en inmensos remolinos hasta encontrar a sus viejas compañeras. Silban, susurran, lamentan, se huelen, se localizan, se abrazan, se dan la mano y recomponen la vieja sílaba, el antiguo vocablo, la desmemoriada frase. Entonces, como un enjambre silencioso de abejas transparentes que escoltan a la reina, las palabras se cuelan entre las rendijas de las puertas y las ventanas de nuestras casas y nos van a buscar al lugar donde dormimos. Entran en el cuerpo junto al aire que respiramos y se quedan en nuestro tálamo, que es la cuna donde nacieron.

            De vez en cuando se despiertan y resuenan como un leve eco en nuestro interior. Oímos repetidas la palabras bonitas que decimos cuando hablamos del amor, del cariño, de la amistad, de la solidaridad... Pero también retumban aquellas que nunca debimos decir, las que hicieron daño, las groseras, las desatentas, y las otras que negamos haber dicho. Es el castigo, la penitencia que debemos pagar por nuestras incorrecciones.

            Solo las palabras que logramos atar, aquellas que aprisionamos con la tinta del bolígrafo a los pálidos folios, se mantienen, condenadas para siempre, en el mismo sitio. No se mueven. Con ellas perviven nuestros sentimientos, nuestras ideas, un poquito de nuestro yo.

            Pretendemos que la historia alcance a todos. Porque si algo hay de mágico en las letras cautivas de nuestros escritos es que, cada vez que alguien las ojea, se despiertan, se desatan, se levantan, y penetran por sus pupilas. Caminando por el nervio óptico llegan, para quedarse, a lo recóndito del cerebro de los que nunca las pronunciaron. Pero siguen sujetas en el papel, hasta que otros vuelven a mirarlas.

                                                                                                             Colaboraciones, Amador López

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