La Gran Helada fue, los historiadores lo dicen, la más severa que ha
afligido estas islas. Los pájaros se helaban en el aire y se venían al
suelo como una piedra. En Norwich una aldeana rozagante quiso cruzar la
calle y, al azotarla el viento helado en la esquina, varios testigos
presenciales vieron que se hizo polvo y fue aventada sobre los techos.
La mortandad de rebaños y de ganados fue enorme. Se congelaban los
cadáveres y no los podían arrancar de las sábanas. No era raro encontrar
una piara entera de cerdos helada en el camino. Los campos estaban
llenos de pastores, labradores, yuntas de caballos y muchachos reducidos
a espantapájaros paralizados en un acto preciso, uno con los dedos en
la nariz, otro con la botella en los labios, un tercero con una piedra
levantada para arrojarla a un cuervo que estaba como disecado en un
cerco. Era tan extraordinario el rigor de la helada que a veces ocurría
una especie de petrificación; y era general suponer que el notable
aumento de rocas en determinados puntos de Derbyshire se debía, no a una
erupción (porque no la hubo), sino a la solidificación de viandantes
infortunados que habían sido convertidos literalmente en piedra. La
Iglesia pudo prestar poca ayuda y, aunque algunos propietarios hicieron
bendecir esas reliquias, la mayoría las habilitó para mojones, postes
para rascarse las ovejas, o, cuando la forma de la piedra lo permitía,
bebederos para las vacas, empleo que desempeñan, en general
admirablemente, hasta el día de hoy.
Orlando, Virginia Woolf
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.