"Urgencia del Quijote"
Nunca hay que dar por leído el Quijote,
nunca hay que darlo por supuesto. A muchas obras maestras reconocidas y
santificadas les ocurre eso, que nos son tan familiares que nos creemos
exculpados de la obligación de leerlas, y así resulta que algunos de nuestros
libros que más podrían hacer por nuestra felicidad y nuestra inteligencia
apenas los frecuentamos, porque absurdamente los damos por sabidos. Pero no es
algo que suceda sólo con la literatura. Creemos, por ejemplo, que Las Meninas
es un cuadro tan obvio que ya no puede reservarnos ninguna sorpresa, así que el
día en que entramos en El Prado y nos quedamos mirando esa pintura su visión
nos sobrecoge como si nunca antes la hubiéramos tenido delante de los ojos, y
lo que nos parecía más sabido se nos revela enigmático, y toda la niebla de las
reproducciones y de los recuerdos inexactos se borra en un instante gracias a
la maravilla urgente y material de ese cuadro. ¿Cuánto hace que no leemos Crimen
y Castigo, (…) Hamlet, Campos de Castilla, La Iliada? ¿Cuánto tiempo ha pasado
desde la última vez que yo leí completo el Quijote, de la primera página a la
última, desde la ironía ligera y triste del prólogo al desocupado lector hasta
esos últimos episodios en los que la agonía y la muerte de Alonso Quijano
alcanzan una categoría suprema de arte funeral, una tonalidad severa y serena
de Requiem?
Hay que volver al Quijote no sólo para
encontrar lo que ya conocemos, sino para descubrir lo que hasta ahora nos pasó
inadvertido en todas las lecturas anteriores, para ponernos al día en un libro
que parece estar cambiando siempre, que va más rápido que nosotros en nuestro
propio aprendizaje de la vida y la literatura. El propio Cervantes intuye en el
prólogo de la primera parte la resonancia plural que ha de tener el libro:
"Procurad también que leyendo vuestra historia el melancólico se mueva a
risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire
de la invención, el grave no se desprecie, ni el prudente deje de
alabarla".
Pedro Salinas, que leyó y amó tanto el
Quijote, habla en alguna parte de la "novedad incesante de la
tradición". Ahora que la llamada vida cultural es una feria permanente de
vanidades y de novedades, un supermercado en el que se nos acucia para estar al
día, a la última, para no quedarnos anticuados sin remedio en quince minutos,
el mejor antídoto contra la confusión de tanto fraude, de tantas cosas nuevas
que al cabo de una temporada se han vuelto viejas o han dejado simplemente de
existir, es procurar sustentarse en las novedades que vienen durando siglos y
no porque sean más rocosas o solemnes, más abrumadoramente catedralicias, sino
porque a cada lector de cada generación de cada época le cuentan la misma historia
y a la vez una historia distinta, se le presenta en la imaginación con una luz
nueva que ya alumbró antes a muchos lectores, pero que siempre parece una luz
recién originada, porque los grandes libros tienen la extraña virtud de parecer
que fueron escritos por cada uno de nosotros, a la medida de cada una de
nuestras edades, de cada estado de espíritu. Yo he estado triste y el Quijote
me ha ahondado la tristeza y al mismo tiempo me ha permitido reírme de ella, y
he sido feliz disfrutando de unas horas de pereza y sus páginas me han hecho
sentirme más feliz y perezoso todavía, "poltrán y perezoso", para
explicarlo con las palabras de Cervantes.
A los doce años fue para mí un libro de
aventuras y de risa; a los quince me fortaleció y me acompañó en las soledades
y las rarezas de la adolescencia, porque a esa edad nada le hace sufrir más a
uno que el sentimiento de no ser igual a nadie, y don Quijote era el más raro,
el menos semejante, el más ridículo y conmovedor de todos los héroes; con
veinte años, cuando empezaba a interesarme seriamente por las sutilezas de los
mecanismos narrativos, en el Quijote encontré un tratado inagotable de juegos y
de trampas literarias, de audacias, de reflexiones sobre la propia literatura,
de libros y de seres de ficción que se mezclan con las criaturas de la
realidad. Me ha acompañado en los viajes cuando he ido solo, y muchas veces
también ha sido un tesoro que he disfrutado compartiendo con quien yo quería,
leyéndoselo en voz alta. Me ha enseñado a leer y me ha enseñado a escribir, a
amar la literatura y a burlarme de ella, a no perderme entre la doble solicitud
de los libros y de la vida, de la cordura y de la demencia, de la carcajada
jovial y la sonrisa de lector solitario que ni siquiera roza los labios.
(…)Así que es urgente, hay que ponerse al
día, hay que estar a la que salta, a la última, hay que empezar ahora mismo a
leer o a releer el Quijote.
Blanco y Negro, 18/06/99
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